Un día más, Isabel Miranda había permanecido sentada en el sillón a los pies de la cama de la habitación del hospital donde su amiga Carmen Dorotea permanecía en coma. Estaba cansada y cada vez empezaba a estar menos convencida de que fuera a salir del coma. Todo el mundo se lo decía pero ella se resistía a creerlo. Por ello siempre esperaba que en cualquier momento Carmen Dorotea despertara y pudieran volver a hablar como antaño.
En ese momento llegó a la habitación Ana Meritxell. Desde la muerte de su hermano Guillem en el accidente de tráfico apenas se habían visto. Meritxella estaba cambiada, ya no parecía la misma, y se había distanciado de Luciana, a la que culpaba del accidente.
-Puedes marcharte, ya me quedo yo- dijo Ana Meritxell.
A Isabel Miranda le resultó extraño que Ana Meritxell dijera esas palabras, porque apenas conocía a Carmen Dorotea. Cualquier otra persona en su sano juicio, y más teniendo en cuenta que se encontraba dentro de una telenovela (cosa que Isabel Miranda no sabía), no hubiera dejado a esa muchacha a solas con Carmen Dorotea, dándole todas las posibilidades del mundo de que la desenchufará de las máquinas y la matara. Pero Isabel Miranda estaba demasiado cansada y decidió marcharse, sin encomendarse a Dios ni a la Virgen.
Ana Meritxell se quedó a solas con Carmen Dorotea y comenzó a hablar en confidencia con ella:
-Tú, tú ibas en ese coche y solo tú sabes lo que ocurrió. Apenas nos conocemos, pero te necesito, necesito que te despiertes, necesito vengar a mi hermano.
En ese momento Ana Meritxell metió la mano en su abrigo y sacó lentamente un objeto. Era la cajita de música que Ariadna encontró entre los escombros de la mansión, hundida en el barro.
-Toma, esto es lo único que queda de Villamanguillas, aquella herencia por la que tanto luchaste. Creo que debe ser tuyo.
Y dejando la cajita de música sobre la mesilla de noche, se marchó entre las sombras.
De pronto, en la oscuridad, la cajita de música se activó como un resorte, y comenzó a sonar su melodía en el silencio de la noche. En ese momento, e inesperadamente, Carmen Dorotea abrió sus ojos. Confundida, se retiró la mascarilla de oxígeno e intentó recordar lo que había ocurrido. Pasaron por su mente todas las imágenes del accidente, la herencia, y Luciana Francisca. Y en ese momento, roja de ira, agarró la cajita de música y la estrelló contra la pared.
La pequeña cajita quedó hecha pedazos en el suelo, aunque el mecanismo aún sonaba, mucho más debilmente. Un objeto en el suelo resplandecía iluminado por un rayo de luna que entraba por la ventana. Carmen Dorotea se levantó a ver lo que era, tambaleándose después de haber estado tanto tiempo encamada.
Sus ojos se abrieron como platos atónita al ver lo que tenía entre manos: el diamante más grande que había visto en su vida. Había estado todo ese tiempo encerrado en un compartimento secreto de esa cajita de música entrerrada desde tiempos ancestrales en los cimientos de Villamanguillas.
En ese momento llegó a la habitación Ana Meritxell. Desde la muerte de su hermano Guillem en el accidente de tráfico apenas se habían visto. Meritxella estaba cambiada, ya no parecía la misma, y se había distanciado de Luciana, a la que culpaba del accidente.
-Puedes marcharte, ya me quedo yo- dijo Ana Meritxell.
A Isabel Miranda le resultó extraño que Ana Meritxell dijera esas palabras, porque apenas conocía a Carmen Dorotea. Cualquier otra persona en su sano juicio, y más teniendo en cuenta que se encontraba dentro de una telenovela (cosa que Isabel Miranda no sabía), no hubiera dejado a esa muchacha a solas con Carmen Dorotea, dándole todas las posibilidades del mundo de que la desenchufará de las máquinas y la matara. Pero Isabel Miranda estaba demasiado cansada y decidió marcharse, sin encomendarse a Dios ni a la Virgen.
Ana Meritxell se quedó a solas con Carmen Dorotea y comenzó a hablar en confidencia con ella:
-Tú, tú ibas en ese coche y solo tú sabes lo que ocurrió. Apenas nos conocemos, pero te necesito, necesito que te despiertes, necesito vengar a mi hermano.
En ese momento Ana Meritxell metió la mano en su abrigo y sacó lentamente un objeto. Era la cajita de música que Ariadna encontró entre los escombros de la mansión, hundida en el barro.
-Toma, esto es lo único que queda de Villamanguillas, aquella herencia por la que tanto luchaste. Creo que debe ser tuyo.
Y dejando la cajita de música sobre la mesilla de noche, se marchó entre las sombras.
De pronto, en la oscuridad, la cajita de música se activó como un resorte, y comenzó a sonar su melodía en el silencio de la noche. En ese momento, e inesperadamente, Carmen Dorotea abrió sus ojos. Confundida, se retiró la mascarilla de oxígeno e intentó recordar lo que había ocurrido. Pasaron por su mente todas las imágenes del accidente, la herencia, y Luciana Francisca. Y en ese momento, roja de ira, agarró la cajita de música y la estrelló contra la pared.
La pequeña cajita quedó hecha pedazos en el suelo, aunque el mecanismo aún sonaba, mucho más debilmente. Un objeto en el suelo resplandecía iluminado por un rayo de luna que entraba por la ventana. Carmen Dorotea se levantó a ver lo que era, tambaleándose después de haber estado tanto tiempo encamada.
Sus ojos se abrieron como platos atónita al ver lo que tenía entre manos: el diamante más grande que había visto en su vida. Había estado todo ese tiempo encerrado en un compartimento secreto de esa cajita de música entrerrada desde tiempos ancestrales en los cimientos de Villamanguillas.